Guion: Goro Tanada
Sinopsis: Tokio tras la IIGM. Las fuerzas estadounidenses toman la ciudad. En este contexto, unas prostitutas acojen en su casa a un joven delincuente con problemas con la justicia. Su llegada les hará dudar sobre entregar su cuerpo al dinero o al placer.
Los primeros compases de La puerta de la carne de Seijun Suzuki,
nos acerca más al prólogo de una película actual que a una de 1964. Y es que la
apertura de este filme irradia pura modernidad. Ralentíes, música pop extradiegética,
masas luchando por sobrevivir ¿o por hacerse ver? en un mundo caótico y
desmoralizado. El director nipón nos sitúa en un Tokio recién salido de una
IIGM con el ejército estadounidense tomando el control. En este contexto,
laberíntico y sin piedad, se mueven con soltura un seguido de prostitutas que
buscan aprovecharse de la situación para saldar su particular venganza contra
la sociedad. Conscientes de su clase, de su rol y de su sexo, juntas rinden
culto al negocio de vender su cuerpo al dinero. Enrabietadas contra la
sociedad, se elevan sobre ella tomando aquello que necesiten con tal de lograr
su objetivo.
Resulta acertado por parte del
realizador el proponernos una presentación de personajes que se extenúa hasta
un tercio del filme. La violencia y la venganza cobran un papel primordial
dentro de este pequeño microclima creado por las prostitutas, quienes desarrollan
su personalidad siendo conscientes del mundo que les rodea. Se vive además un
desprecio continuo en la sociedad, donde la falta de empatía lleva a
culpabilizar al prójimo de la situación actual. Cayendo los propios protagonistas
en generalizaciones, señalando a compañeras, hombres o mujeres.
Sucedidos unos treinta minutos
del filme, se abre la temática general sobre la que girará. Un hombre rudo,
fuerte y despreciativo, quien además se encuentra lesionado, se refugiará en la
casa de estas mujeres perseguido por la policía tras una violenta reyerta con
otro criminal. Con un planteamiento muy similar al de El seductor (Don Siegel, 1971), pero mucho más visceral y lascivo,
la sexualidad se disparará en pos del deseo. La inquebrantable idea del sexo
como herramienta monetaria empezará a tambalear en el juicio de algunas de
estas chicas. Una de ellas incluso mostrará un deseo perverso al reconocer a
este joven como un sustituto de su hermano
(una filia sexual que veríamos en más profundidad 1972 en Música de Yasuzo Masumura). La cinta
derrochará erotismo propio de las producciones de la Nikkatsu, mostrando
desnudos traseros, tanto masculinos como femeninos, retozados en sudor. También
dosis de sadomasoquismo, con una fuerza mucho más violenta que sexual.
La película destaca visualmente
en última instancia por la superposición de las imágenes. Incluyendo rostros y
figuras humanas en pantalla separadas en el espacio. Utiliza esta técnica con
tal de concentrar en un solo plano la tensión psicológica de sus personajes.
Pero el filme no solo derrocha modernidad por este recurso, sino por el
colorido pop que ofrece desde su inicio. Sobre todo en los vestidos de las
prostitutas, cada uno más llamativo que el anterior, metaforizando su propio
carácter. El color cobra fuerza por si solo para fusionarse con su personalidad,
dotando de más presencia a la puesta en escena tanto de cara al espectador como
en la relación que guardan con la sociedad que les rodea. Así pues, estas
decisiones formales que contrastan con el contenido de una obra que, en su
tiempo, se esperaría clásica y gris, sirven como motor que impregna el relato
de la irrupción norteamericana, de la pérdida de valores tradiciones y del caos
tanto subjetivo como social que reinó en el Japón del momento.
Luis Suñer