Guion: Hiroshi Shimizu sobre un relato corto de Yasunari Kawabata
Sinopis: Desde la localidad rural de Izu sale un pequeño autobús a Tokio conducido por el Señor Gracias. Allí viajan también una madre con su hija adolescente a quien pretende vender a un burdel.
Hiroshi Shimizu es siempre un
cineasta recurrente a quien volver para comprender la grandeza de la que ya
hacía gala la cinematografía nipona durante los años 30. También para
comprender el momento sociopolítico que vivía Japón en aquel momento
inspeccionando físicamente el espacio, pero también el espíritu de sus gentes.
Es por ello totalmente recomendable el visionado de Arigato-San, una cinta de 1936 basada en una novela corta de Yasunari Kawabata cuya aparente inocencia y sencillez esconde un
ideario político-social muy emotivo sobre las diferentes ideas que giran en
torno al nacionalismo.
Cabe recordar que
el estreno de la película se sitúa en un momento donde el imperialismo japonés
de raíz fascista lleva un lustro ocupando Manchuria y que tan solo un año
después, iniciaría su ofensiva expansionista iniciando la segunda guerra sino-japonesa.
En este periodo los medios cinematográficos se vieron expuestos a la censura,
del mismo modo que se reclamaban cintas donde se aludiera a los valores bélicos
que el gobierno llevaba a cabo en aquel momento. Es en este contexto donde una
película de estas características se inmiscuye con avidez para obviar el
patrioterismo y entregarnos una obra nacionalista de verdad. Y es que el ganador
del Nobel Yasunari Kawabata se mostró distante y alejado del fervor belicoso
que suscitó en la sociedad japonesa el
inicio de la guerra. Algo que se entiende a la perfección a juzgar por su
relato y que el genio en la dirección de Shimizu logró traspasar al medio
cinematográfico.
Arigato-San nos narra un viaje con final
abierto a Tokio en autobús que radiografía la ruralidad nipona de los años 30.
El conductor de este rudimentario y pequeño medio de transporte es un joven a
quien llaman Arigato-San, el Señor Gracias, por su característica forma de
agradecer a los viandantes que recorren los caminos (sin asfaltar, obviamente)
que se aparten para poderle dejar pasar. Durante los primeros minutos del
metraje, los ojos de Shimizu se recrean en los paisajes. Encontramos una constante
futura de sus películas, el largo camino que intercomunica unos pueblos con
otros y aquellas personas que cada día los recorren. En ocasiones en un solo
camino de ida, en otras en un ir y venir propio de sus empleos y la
cotidianidad. No obstante, pese a que quizás los que se pueda ver a través de
las ventanas no sean más que valles y vegetación, Shimizu consigue conferir de
poética a la imagen, dotando de encanto y romanticismo al espacio,
enorgulleciéndose de la naturaleza de su país. A esto hay que añadir el trato
que el conductor tiene con aquellos conocidos con quien se encuentra por su ruta,
despertando siempre simpatía, señalándonos Shimizu los valores del trabajo y el
esfuerzo, la lucha nunca derrotista de la población rural. El cineasta cree en
las personas, en su fuerza interior por seguir adelante y con mucha delicadeza
demuestra que quien mantiene y consigue sacar a Japón adelante son las personas
más humildes. Nos regala un canto de amor a sus gentes que nos muestra un
nacionalismo que huye de conflictos lejanos y conquistas inútiles.
A su
vez, el filme también se vive desde el interior del pequeño vehículo que
conduce el protagonista. La cámara se introduce con acierto dentro de este
reducido espacio sabiendo no perder nunca el eje y moverse con facilidad
gracias al montaje. Shimizu se adelanta a la destreza de Johhn Ford en La diligencia (1939) en su aparato
formal, pero es que además nos entrega situaciones parecidas a las de la cinta
estadounidense. Sobre todo el carácter estereotipado de sus pasajeros, donde
cada uno interpreta un rol que será alabado o despreciado por el resto del
pasaje y por el dedo del director. Se distancian enormemente no obstante en sus
destinos. En la cinta de Ford el viaje será por el salvaje Oeste, mientras que
en la de Shimizu se dirigirá a la capital. Y es que el hecho de que la estación
final sea Tokio la que nos entrega una última lectura de este largometraje. Con
el conductor viajan un hombre egoísta de semblante ridículo y una joven
atractiva con un carácter fuerte, quienes protagonizan las escenas más cómicas
y a la vez más ácidas del relato. No obstante, detrás de ellos se sientan una
madre junto a su hija adolescente. La pobreza del lugar les ha obligado a tomar
una decisión drástica. Entre tanto alago por la vida campestre, se esconde una
voz crítica que denuncia ciertas situaciones. Las personas son en esencia
buenas, pero son las penurias económicas las que las llevan a la infelicidad
más desoladora. Shimizu se acerca a este hecho desde la irrupción de un hombre
que ha perdido el juicio al vender a sus dos hijas. Esta verdad incómoda se
respira por toda la cinta pues sabemos que la joven de 17 años será vendida a
un burdel. Se señala a la capital como eje que rige con desacierto el destino
más penoso de los japoneses.
Consigue con esto
el cineasta no solo lograr una cinta nacionalista en su acercamiento al pueblo
llano y su espíritu, sino lanzar un dardo envenenado con sutileza y cuidado a
un centralismo estatal que ha degenerado los valores patrióticos permitiendo
podredumbre de quienes han nacido libres y se sienten a gusto en el país que
les ha tocado vivir.
Luis Suñer