Directora: Kinuyo Tanaka
Guion: Natto Wada (Novela: Hiroko Aiishinkakura)
Sinopsis: Una joven japonesa de origen aristocrático recibe una propuesta de matrimonio por parte del hermano del emperador títere de Manchuria, ocupada por fuerzas militares niponas. A pesar de sus iniciales reticencias, tras conocer a su pretendiente accede a casarse. (FILMAFFINITY)
Cuando nombramos a Kinuyo Tanaka,
el ávido espectador de cine clásico japonés piensa en las más emotivas películas
de Kenji Mizoguchi y Yasukiro Ozu. También de otros grandes de los que ya hemos
hablado en Cine Monogatari como Keinosuke Kinoshita o Mikio Naruse. La lista de
directores con los que ha trabajado como
actriz es cuanto menos admirable. Sin embargo, existe cierta complicación a la
hora de acercarnos a su obra detrás de las cámaras. Y es que Tanaka, en un
periodo que abarca del 1953 al 1962, nos regaló seis largometrajes como
directora a cada cual más maravilloso.[1]
Obras parcialmente rescatadas en pases de filmoteca, en ediciones en DVD
traídas del extranjero o directamente compartidas en la web con subtítulos
aficionados en inglés.
La última de ellas en llegar a
nuestras manos, al menos a las de quien os escribe estas líneas, es La princesa errante (1960), antepenúltimo
filme de su filmografía y, en buena parte, casi un compendio de lo que
significa su obra a grandes rasgos. Porque si por algo destaca su corta pero
intensa carrera como cineasta, es por la versatilidad a la hora de ahondar
diferentes géneros y contextos políticos y sociales y fusionar con armonía la
forma con la fuerza que guarda el contenido. Así pues, encontramos en sus películas un nexo común,
el amor como contraposición a la miseria y al mal. Ya sea para luchar contra la
falta de cultura y la distancia que atraviesa el corazón de quienes han sufrido
después de la guerra, véase Love Letter
(1953), o las complicaciones amorosas que supone adoptar religiones adversas,
como en Amor bajo el crucifijo
(1962). También la lucha contra la enfermedad de Pechos eternos (1955) o la diferencia de clases y la
estigmatización tras la prohibición de la prostitución en La noche de las mujeres (1961), esa especie de secuela espiritual
de La calle de la vergüenza (1956)
del ya mentado Mizoguchi.
La princesa errante, primera aventura en color de la directora, nos
demuestra el talento de una mujer que conoce el star system hollywoodiense.
Percibimos un triunfo absoluto uso del cinemascope y el estudio de rodaje como
aparato multifunciones para reproducir multitud de espacios exóticos del pasado.
Así pues, durante sus primeros compases, quedamos absortos y abrumados ante la
belleza y elegancia de las imágenes mostradas. Tanaka logra aunar el
comportamiento apacible, educado y solemne de su protagonista con la
presentación formal que narra los acontecimientos. La joven aristócrata nipona
pretendida por el hermano del emperador títere de Manchuria en pleno conflicto
sinojaponés, hará alarde lo que se
espera de ella con tal de contentar a ambas familias. La hermosura de dichas
secuencias se sentirá en su comportamiento apacible y sumiso, sosteniendo la
cinta sobre una comodidad académica durante la primera mitad del metraje.
Será en su segundo acto cuando el
filme mutará sobre sí mismo, construyendo su nuevo engranaje en base a las
emociones sembradas por esta mujer. El filme se vuelca en las intrigas
políticas, siendo consciente de la temeridad que supone la situación en la que
se encuentran. Con el fin de la guerra, la rendición del Imperio y la
incorporación en territorio bélico del ejército soviético, la vida holgada del
matrimonio se convierte en una lucha por la supervivencia. La cinta se torna
épica, juega con la separación de los amantes y decide enfocar su mirada en el
sufrimiento femenino. Tanaka, siguiendo la novela de Hiroko
Aiishinkakura, rehúye del componente político. Decide centrarse en el infortunio
de quien no entiende el conflicto armado, quien siente asco por el fracaso que
ha supuesto la armónica convivencia de chinos y japoneses. El resquicio de
humanidad será lo único valioso en un lugar inhóspito y fatal, sublimado desde
la epopeya. Y es que, este deambular por la miseria, este sinvivir de disparos
y acusaciones, parecen emular a un David Lean, el de Lawrence de Arabia (1962) y Doctor
Zhivago (1965), aun cuando estas monumentales películas aún no habían sido
rodadas.
Todo ello para conducir
a un clímax final, a un devenir de los años para volver de nuevo al pasado. La
mayor virtud del largometraje reside en que, pese a las infinitas desgracias
sufridas, el melodrama epistolar de su epílogo encierra la condena del sinsentido
de la situación vivida con la mínima esperanza que supone la llama de un amor imperecedero.
Letras, imágenes que nos retrotraen al principio de una historia de amor, las
posibilidades infinitas que aquello que pudo ser y que fue. La fuerza que
guardan los lazos humanos frente a los obstáculos de la vida. Y esto es de los
que nos hablan siempre las seis películas de Kinuyo Tanaka.
Luis Suñer