Director: Michelangelo Antonioni
Guión:
Tonino Guerra & Michelangelo
Antonioni (Cuento: Julio Cortázar)
Nacionalidad: Reino Unido
Sinopsis:
Adaptación de un cuento de Julio
Cortázar que narra la historia de un fotógrafo que, tras realizar unas tomas en
un parque londinense, descubre al revelarlas una forma irreconocible que
resulta ser un cadáver. Premiada en el Festival de Cannes con la Palma de Oro.
Hoy en día, focalizar nuestra vista
en un punto concreto de una fotografía, deslizar nuestros dedos y agrandar el
tamaño a nuestro antojo, está al alcance de cualquiera. Si alguien se puede
anotar un tanto como visionario sobre este sistema es Steven Spielberg al
adaptar la novela homónima de Philip K. Dick Minority Report en 2002. El protagonista del film del que hoy
tratamos, de Michelangelo Antonioni (1912-2007), director italiano del cual
destaca, entre su extensa filmografía, la trilogía de la incomunicación (La aventura, 1960, La noche, 1961 y El eclipse,
1962), es un joven que se vale un mecanismo mucho más rudimentario a la hora de
acceder a toda la información que contiene una imagen por el mismo tomada.
Es necesario pararnos aquí porque
este es el tema principal sobre el que gira esta extraña, atípica y anómala
película ganadora de la palma de oro en el Festival de Cannes de 1966. No podía
ser para menos tratándose de una adaptación de un relato del escritor argentino
Julio Cortázar, asiduo a inmiscuirse en terrenos en los que, lejos de los
universos ideados por García Márquez o Juan Rulfo, sigue aunando en un mismo
espacio un seguido de realidades adversas e incompatibles fusionarse generando
un desconcierto existencial en sus propios protagonistas.
La película se abre con un seguido
de planos donde vemos a nuestro fotógrafo salir de los espacios en los que se
camufla, siendo un intruso, para realizar un seguido de trabajos. Sin embargo,
parece que donde más éxito tiene es en el mundo de la moda. En un ámbito en el
que actúa como un Dios, sosteniendo con fuerza su cámara, ordena y manda sobre
el culto al cuerpo, poseyendo su esencia física, capturando su imagen, siendo
dueño y señor de lo que capta su objetivo. Materializado desde la sexualidad
casi violenta, la frialdad y la severidad, el joven fotógrafo se mueve por una
sociedad alienada expuesta en situaciones como la del concierto, en el que la
juventud vive con aburrimiento un concierto de rock, en una escena al más puro
estilo Aki Kaurismaki, con un final efectista en el que el tumulto se tira a
alcanzar el fragmento de una guitarra rota por uno de los músicos, evidenciando
el culto al objeto del famoso, sin sentir ningún estimulo por su actividad
artística.
El joven fotógrafo tiene otros
intereses, busca de realizar un libro más artístico. Se pierde en la soledad de
los jardines londinenses, retrata a la gente desde la distancia. Y es que la
distancia de las fotografías en el parque donde se realiza el macguffin de la película, se fusiona con
la mirada subjetiva del protagonista y la mirada distante del director. Una
mirada subjetiva que en ocasiones se desdobla engañando al espectador,
mezclándose en el desconcierto del personaje. Así pues, el poder que confiere
la imagen como material que atrapa la verdad, acaba por proliferar un sincopado
ataque de búsqueda del significado intrínseco de ésta. Se ve incapacitado por factores externos para
resolver su cometido, investigar sobre el asesinato, responder a la verdad a la
que apuntan las imágenes tomadas por su cámara. En un acto de valentía y
libertad, llega al parque donde se encuentra el cadáver. Tras un periplo
involuntario posterior, el cadáver ya no existe.
Llegamos al epílogo, unos mimos,
jóvenes de excelsa vitalidad que contrarrestan con el resto de la juventud
mostrada en el film, realizan un partido de tenis ficticio sin raquetas ni
pelota. El fotógrafo lo observa. Se les sale la pelota de la cancha. Nuestro
amigo, viéndose interpelado por ellos, va a buscar la inexistente bola y la
lanza de nuevo. De repente, escucha, mientras lo vemos a él en primer plano y ellos
se mantienen en fuera de campo, logra escuchar el sonido del peloteo de los
improvisados tenistas. Parece que como espectador (ya no es él quien se
encuentra detrás de la cámara), se ha creído la ficción que estos muchachos
están llevando a cabo. Acto seguido, su figura desaparece. Nosotros también nos
habíamos creído su historia. Pero en realidad no existe, nos encontramos ante
una ficción.
Luis Suñer