Cuando la
esencia del artista es la de ahondar en la profundidad de las vivencias humanas
y en reforzar ideas, en ocasiones, el contexto necesario para mostrarlas
deviene un obstáculo. Así lo entendieron los impresionistas,
postimpresionistas, fauvistas y expresionistas de finales del XIX y principios
del XX. Edvard Munch así lo hizo para mostrar el desconsuelo, la tristeza, el
desamparo y la desesperación de estar rodeado en un mundo que se torna
subjetivamente irreal, ingrávido y vertiginoso. De la misma manera parece
moverse Doc Sportello, salvo que mientras su espacio en ese instante preciso se
mantiene rígido, podemos advertir por su posado que no soporta la amarga
infelicidad de la incomprensión del mundo que le rodea. Y no lo vemos en esa
escena casi final, pero sí durante el periplo en este ejercicio en el que Paul
Thomas Anderson, un siglo después que sus colegas artistas de carácter pictórico,
se deshace, al igual que ellos, de lo realista para inmiscuirse en lo personal.
En el caso del norteamericano, presenta un sinfín de situaciones que no forman
un guión lineal muy coherente, pero que nos invitan a naufragar por las
preocupaciones de su personaje principal.
El resultado de
todo esto es la claridad del mensaje valiéndose de la forma sin tener que
someterle a los caprichos de lo verídico y lo terrenal. Godard afirmaba que el
cinematógrafo llevaba un siglo de retraso respecto a las demás artes. Su Adiós al lenguaje supone una obra más
radical, afirmando incluso odiar a los personajes. Paul Thomas Anderson no
busca algo tan intelectual, se distancia del arte conceptual para rendirse a los
drogados trazos de los expresionistas, distorsionando la realidad y buscando el
impacto sensorial, extrayendo pura vivacidad de su obra.
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