Director: Akira Kurosawa
Guión: Akira Kurosawa,
Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni
Nacionalidad: Japón
Sinopsis: Kanji Watanabe
es un viejo funcionario público que arrastra una vida monótona y gris, sin
hacer prácticamente nada. Sin embargo, no es consciente del vacío de su
existencia hasta que un día le diagnostican un cáncer incurable. Con la certeza
de que el fin de sus días se acerca, surge en él la necesidad de buscarle un
sentido a la vida.
En 1950 Akira
Kurosawa conquista Venecia con Rashomon,
una muestra de su maestría plasmando una única verdad, la de la subjetividad
subyacente en el narrador de un relato. Como consecuencia de ello creció el
interés por el cine nipón, lo que se tradujo en la posterior
internacionalización de éste. Cuatro años después estrena Los siete samuráis (1954), un jidaigeki
(cine de época por lo general protagonizado por samuráis) que no sólo
revolucionó la manera de filmar la acción (uso de tres cámaras o el ralentí
como atenuante del dramatismo del combate) sino que inspiró a numerosos
directores occidentales como Francis Ford Coppola, Steven Spielberg o al romano
Sergio Leone, el cual plagió el argumento (y algunos planos) de Yojimbo (1961) para inaugurar su trilogía
del dólar (y el subgénero del spaghetti
western) con Un puñado de dólares.
Entremedio, en
1952 tenemos Vivir, algo muy alejado
de un mundo regido por el feudalismo y el bushido
(código de honor samurái). Se trata de un gendaigeki, es decir, una película que busca profundizar en los
males de la sociedad japonesa del momento, lo que a día de hoy podríamos llamar
drama social. Vivir evidencia un
seguido de dolencias del sistema, la anulación del individuo en el puesto de
trabajo, el ensimismamiento en el dinero, el estancamiento de la burocracia, las
diferencias y la moral que afectan al relevo intergeneracional. Y no estamos
hablando de una película de Yasujiro Ozu, Kurosawa trata estos temas, pero al
contrario que su compatriota, no hace reposar la cámara sino que se vale del
virtuosismo y de la esteticidad plástica para hablarnos con imágenes.
Dividida en dos
partes muy diferenciadas, el relato se inicia mostrando la cotidianidad tediosa
del protagonista, un hombre mayor al cual poco le falta para jubilarse. No se
inmiscuye en su trabajo, no le pone ningún tipo de interés. Sus colegas de
profesión (casi todos) tampoco están motivados, el sistema burocrático es
fallido, los ciudadanos se ven desamparados ante el complejo entresijo
interdepartamental. En cuanto es diagnosticado de cáncer, su (muerte en) vida
cambia.
Al regresar a su
casa se inicia un juego de flashbacks
oportunamente intercalados en los momentos en las que el hombre observa
fotografías de su difunta esposa y de su hijo, calando en el alma del
espectador, haciendo entender mediante escaso metraje que ese hombre renunció a
toda su vida por sacar adelante a un hijo quedándose viudo cuando éste aun era
un niño pequeño. Siendo testigo de todos sus éxitos y sus fracasos,
acompañándole desde su infancia hasta su madurez. El arrebato de amor paternal
que nos ofrece Kurosawa es cruelmente cortado mediante la irrupción del
primogénito y su esposa. Comentan lo interesados que están en el dinero del
padre, despreciándole aun viviendo en su casa.
Si la desazón de
nuestro protagonista no podía ser más triste, decide ahogarse bajo el sabor del
sake, único aislamiento a la realidad laboral y familiar de los cabeza de
familia japoneses de los 50 o los 60. Allí decide junto a un parroquiano gastar
todo el dinero ahorrado en una gran juerga. Nace el subepisodio más triste de
la historia. El enfermo se enfrasca en un periplo nocturno de alcohol, música y
mujeres. Se palpa la irrealidad de lo que le rodea, la falsaria sombra de
diversión, la artificiosidad de la felicidad camuflada en las luces de neón,
las canciones y las chicas de compañía. La gran mentira de la evasión japonesa,
mucho más infeliz que la infelicidad esimismada de su triste y gris realidad
cotidiana.
El tercer
subcapítulo, reúne al maduro Kanji Watanabe con una de sus jóvenes compañeras
de trabajo. La confrontación entre lo viejo y lo joven, la pesadumbre y la
vitalidad, lo masculino y lo femenino, se vive de manera certera, gestando en
el espectador un seguido de emociones que ayudan a profundizar sobre el sentido
de la vida, sobre como lo nuevo puede sobreponerse a lo antiguo.
La revelación
final que obtiene Watanabe es mostrada en la segunda mitad del film mediante un
salto entre flashforwards y flashbacks que intercalan su funeral con
el camino recorrido en su puesto de trabajo durante esos cinco meses anteriores
a su muerte. Callando sobre su enfermedad, incluso a su propio hijo, se vuelca
en el deseo de hacer las cosas un poco mejor para su pueblo. Se comporta como
un aténtico patriota, forjando el cambio de los tiempos, enfrentándose contra
funcionarios superiores en el orden jerárquico. Se acaba con la época de la
obediencia ciega, ni el es un samurái que deba recibir órdenes ni la vida es
algo que se pueda perder a la ligera. Toma las riendas de su puesto de trabajo
y él solo planta cara a un sistema burocrático pernicioso, cumpliendo los
deseos de las mujeres que en una de las primeras escenas del film se ven
privadas de disfrutar su parque por culpa del escurrimiento de tareas por parte
de las diferentes secciones del ayuntamiento. Como es normal, tras quitárselo encima debido
a su muerte, sus superiores no escatiman en desprestigiar y borrar su legado,
atribuyéndose sus éxitos. No hay que dejar que se convierta en un ejemplo a
seguir, a ellos ya les va bien como funciona todo.
Tan descomunal
estudio sobre la vida y la muerte del individuo y su postura en la sociedad, se
cierra de manera magnífica, regalándonos la belleza plástica de la filmación
del cielo, yendo de la mano de John Ford.
Luis Suñer
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