viernes, 21 de agosto de 2015

Los exiliados románticos (2015)



Director: Jonás Trueba

Guión: Jonás Trueba

Nacionalidad: España

SinopsisTres amigos deciden emprender un viaje en furgoneta desde Madrid hasta París, sin motivo aparente, tan sólo buscando el encuentro de amores idílicos y a la vez efímeros, con la única misión de sorprenderse a sí mismos y seguir sintiéndose vivos.





Unn pensamiento hace tiempo que me ronda por la mente y sin embargo todavía no lo he exteriorizado por temor a represalias. Hablar de Yasujiro Ozu son palabras mayores, sin embargo, la libertad y la coherencia en la asociación de ideas nos permite atarlo a otros nombres que a priori pueden producir cierta sorpresa en el lector. Y es que Ozu siempre se ha caracterizado por hacer hincapié en los valores familiares dentro de un relevo generacional marcado por la abertura a Occidente, y sin embargo, lo que acaba por plasmar, es el paso naturalizado de la propia existencia, de la vida. Y algo así es lo que creo que hace surcoreano Hong Sang-soo, al que me gusta llamarlo el Ozu borracho. ¡Pero si Ozu es calmado, casi nunca mueve la cámara y se vale del montaje! El coreano por su parte utiliza el plano secuencia como continuación del devenir de la vida, usando el zoom para advertir un énfasis sin romper la ilusión de verosimilitud que sí podría hacer el montaje. No obstante, los dos acaban por hablar de lo mismo, por fijar su punto de vista en la cotidianidad vital de unos personajes que se enfrentan a sus propios problemas cotidianos. Pero en el caso de Sang-soo, todo ello está marcado por la woodyalleniana comicidad de la vida, resultando todo mucho más liviano, estúpido, divertido. Se pierde en la momentaneidad de los tiempos en los que vivimos, abandonándose en la eterna juventud, vaciando las preocupaciones más capitales como hacen sus protagonistas con las botellas de soju

             El alcohol siempre presente en las reuniones sociales en el cine de Ozu (arriba) y Hong Sang-soo (abajo). 

Con esta película de Jonás Trueba me pasa algo muy parecido.  El carácter colorista de los verdes y los azules, la importancia del mar, y en definitiva, la eterna fusión del comportamiento humano de los protagonistas con el entorno natural que les envuelve, bebe indiscutiblemente del cine del francés Eric Rohmer. No es una influencia desconocida, las conversaciones imaginarias vividas en su ópera prima Todas las canciones hablan de mí (2010) ya nos remitían a películas como El amor después del mediodía (1972). Pero el hijo del ganador de un Oscar Fernando Trueba no se queda aquí. No estamos ante un continuista, sino ante alguien con un bagaje cultural del cual no puede deshacerse, aunque tampoco limitarse a la mera imitación. Jonás juega a Rohmer, pero restándole seriedad y metraje. Lo que en el francés se desarrolla durante una hora y media o dos mediante meditadísimos diálogos, el madrileño lo reduce a tres historias que abandonan los componentes más filosóficos para sumergirse en la trascendencia que reside en la naturalidad de lo simple. Se vale de un humor absurdo que violenta las situaciones y que acerca a sus personajes a un escenario mucho más terrenal que por momentos rememora al logro de verosimilitud que consigue Richard Linklater en Antes del atardecer (2004), pudiendo incluso incidir en la escena de la cena que puede evocar a su secuela Antes del anochecer (2013).

De arriba a abajo, fotogramas de obras de Jonás Trueba, Éric Rohmer y Richard Linklater.

Y entre tanto Rohmer, no borracho, pero si más liviano y llevadero, con sus ramalazos indies siempre ligados a la música de Tulsa, Los exiliados románticos se caracteriza por abarcar el nacimiento, el final, el estancamiento o el resurgir de las relaciones amorosas, acompañándose siempre de guiños burlones inherentes al carácter español y humano, regalándonos escenas como el plano secuencia rodado en París, mutando lo que en un principio es una comedia para finalizar en un alegato muy poderoso sobre los sentimientos más profundos y la desigualdad a la hora de corresponderlos. Volviendo a Todas las canciones hablan de mí, ya vivimos esa sensación en aquel doloroso plano de la novela de Milan Kundera La ignorancia. Y ahora, cinco años después, nuestros personajes se conocen como ridículos, pero no pierden la esperanza en si mismos, ni la ilusión. La vida, al igual que la escena parisina mentada, es una continua mutación, una tragicomedia constante, y entre salto evolutivo y paso atrás, viene bien darse un baño colectivo y limpiarse todas las impurezas que impiden seguir adelante.

 


Luis Suñer

viernes, 14 de agosto de 2015

Weekend (1967)


Director: Jean-Luc Godard

Guión: Jean-Luc Godard

Nacionalidad: Francia

SinopsisParticular visión del cataclismo de la burguesía a cargo del polémico y genial director francés. Una fábula apocalíptica, desencantada y satírica, definida como un nuevo viaje de Gulliver a través del colapso de la sociedad de consumo representada en una joven pareja de burgueses. Consiguió en general muy buenas críticas, que en cualquier caso avisaban: "puro territorio Godard". 


Es el mismo Jean-Luc Godard quien siempre ha defendido la postura de que el cine es un arte que se encuentra cien años por detrás en la innovación y el progreso respecto a otras disciplinas. No es extraño pues que el más vanguardista de los cineastas se valga de la confluencia de artes pictóricas, musicales, literarias e incluso de perfomances posmodernas para reforzar el que para él es el arte que le permite plasmar su pensamiento mediante la agrupación de imágenes y sonidos.



Weekend, nos sirve como puente intermediario que engloba y a la vez divide dos importantes etapas en la filmografía del joven Godard. La primera parte de esta película consta de la caótica libertad de hombres y mujeres jóvenes que ya vimos en Al final de la escapada (1960) o Banda aparte (1964), y a su vez, con la cada vez más obcecada obsesión con el uso del sonido, regalándonos un calmado plano secuencia en el que la narración (la bella sonoridad de la mera recitación que tanto proliferará en su obra posterior) de una intensa actividad sexual desatada de códigos religiosos moralmente restrictivos y que ya se exploraron de una manera más diversa en la casi documental Masculino, femenino (1966), es sublevada por una música extradiegética de tintes épicos e incluso escalofriantes que logran transgredir lo mostrado, de una manera ya experimentada en filmes como Una mujer es una mujer (1961) o Pierrot el loco (1965). 



A partir de este momento, nos embarcamos en una road movie cuyo inicio se despliega mediante un laborioso travelling en el que el coche de nuestros protagonistas avanza paulatinamente en un plano secuencia que parece querer emular una especie de antítesis del de Sed de mal (Orson Welles, 1958) y que nos sumerge en una inacabable atasco con ecos al relato escrito por Julio Cortázar tres años antes titulado “La autopista del Sur” incluido en su obra Todos los fuegos el fuego. En dicho cuento, se originaba un colapso de vehículos en la autopista entre Fontainebleau y París un domingo por la tarde (en la película estamos ante un sábado por la mañana) que se prolongaba de tal manera que acababan por florecer los más ruines instintos indivisualistas del hombre. De algo así va esta parte del filme, pues en dicho camino, se encuentran con una innumerable cantidad de cadáveres que no sirven para nada, por lo que cada uno de los afectados por esta situación, empieza a pensar en su propio bienestar ignorando las necesidades ajenas.

Superado este primer obstáculo, serán amenazados por unos desconocidos uno de los cuales se elevará como el alter ego del pensamiento godardiano. Momento clave en el cual separará la civilización como barbarie de su involución salvaje. A partir de este instante, se emprenderá un conflicto constante en la que el hombre es un lobo para el hombre que evolucionará en la lucha de clases. Cuando les pregunten si están a favor de ser sodomizados por el bloque imperialista o por el bloque comunista no podrán fallar a la hora de buscar un aliado, pues el valor de la ideología estará por encima de la empatía. Maltratarán al burgués que tiene propiedades (gran aparición musical de Jean-Pierre Léaud) de la misma manera que ellos han sido maltratados (y llevados por un rebaño de borregos con guiño a El ángel exterminador de Luis Buñuel). Sufrirán una transformación que irá ligada a la incertidumbre del existencialismo de los sesenta unido a la autoconciencia de los personajes del filme como elementos de ficción (de una manera algo diferente a como Augusto toma constancia de su irrealidad en la novela (nivola) Niebla de Miguel de Unamuno). Y todo ello, perfectamente gestado para acabar con una última pulla en la que será el mismo Godard a través de la boca de sus personajes quien denunciará el uso propagandístico que se le da a la ficción en el cine. Algo contradictorio cuando él mismo declaró que no entendía cómo se podía manipular mediante imágenes y sonido, aunque quién sabe si con el punto de ironía que impregnan a sus declaraciones los artistas adelantados a su tiempo.


Llegados al intermedio, el peso del filme se vuelca hacía lo que será el preludio de la filmografía inminentemente posterior del excrítico de Cahiers du cinéma, tomando el largometraje unos derroteros mucho más políticos, desarrollando los diálogos (o más bien monólogos) que atacan abiertamente las vías del imperialismo, alaban la libertad y promueven el revanchismo. Como ya se adelantó en La china (1967), la acción política se transforma en actividad terrorista, llevando las ideas comunistas más allá mediante el uso de la fuerza. Sin embargo, lo que en dicha película se trató con seriedad y cierto documentalismo, en el filme que hoy nos atañe se lleva a cabo de una manera mucho más simpática, evidenciando lo ridículo y a la vez idílico del regreso al punto anterior al nacimiento de la civilización, volcando la violencia sobre las especies inferiores (animales), con referencias al artista austriaco Hermann Nitsch, y también sobre la burguesía. 


Finalmente nos queda una reflexión disfrazada de diversión pero que señala apesadumbrada el peso de la falta de humanidad entre congéneres y el odio que suscitan las ideologías. A su vez, no se deja de abogar por la libertad de las tramas, de la dirección, del desarrollo de los personajes y de las posibilidades que abren la experimentación de la confluencia entre imágenes y sonidos y las teorías personales y emocionales que un autor puede exteriorizar y compartir con un público mediante ellas. ¡Y todo ello acompañado de herramientas extraídas de la Literatura, la Música o el Arte, creando un arte total capaz de englobar todas las disciplinas en pos de proyectarlas hacia la propagación del pensamiento!





Luis Suñer

miércoles, 5 de agosto de 2015

Tokyo senso sengo hiwa (1970) Murió después de la guerra

Director: Nagisa Oshima

GuiónMasato Hara, Mamoru Sasaki

Nacionalidad: Japón

SinopsisEs éste un provocador film que plantea más preguntas de las que podrían ser respondidas (acerca de cuestiones políticas, cinematográficas, generacionales), pero no por ello deja de ser fascinante. Rodada como una adivinanza de una lógica perversa, sigue a un estudiante marxista y cinéfilo que afirma haber sido secuestrado y golpeado por la policía. Cuando su novia le dice que eso no es posible, él encuentra una película rodada durante su secuestro y que confirma su versión de los hechos. 



En plena madurez de la nueva ola japonesa, Nagisa Oshima nos presenta unos de sus filmes menos conocidos demostrando de nuevo su versatilidad y adaptación a los nuevos lenguajes cinematográficos así como su pericia técnica en el tratamiento estético de las imágenes. Y es que esta críptica película se eleva como un aire de libertad tanto en la forma como en el contenido, apostando por una dirección subjetiva que se intercala con una visión global del director quien ha comprendido el poder de la dirección, abastando la totalidad de oportunidades que le ofrece el medio cinematográfico y que al fin y al cabo será la temática de este extrañísimo pero coherente largometraje.


Los filmes de la segunda mitad de los sesenta que firmaba Jean-Luc Godard como Masculino femenino (1966) o La china (1967), abarcaban la búsqueda de una realidad emergente. Mientras que en la primera se establecía una interesante radiografía a caballo entre la ficción y lo documental sobre el modo de vida y las inquietudes sociales, culturales, políticas y sexuales de una nueva generación de jóvenes, la segunda se enfocaba en el componente político izquierdista (maoísta) de estas recién nacidas corrientes de pensamiento universitarias prediciendo y convirtiéndose en una antesala del posterior movimiento del Mayo del 68 francés. Nagisa Oshima no se queda atrás, sino que arrastra todas estas pesquisas sociales investigadas mediante el arte cinematográfico en el que se sumerge Godard para inmiscuirse aun más concienzudamente en la fusión existente entre la realidad de estos jóvenes con la importancia de la irrupción del cine como arma de pensamiento que ofrece nuevas vías en el uso de la propagación de ideas.


Arriba: Masculino femenino (1966)  Abajo: La china (1967)

El confuso relato se sustenta sobre unas imágenes que carecen de autor. Esto acaba por provocar una irremediable odisea que trata de introducirse en las cavilaciones sobre la autoría y el poder mismo de las imágenes y los sonidos sin intención expresa detrás. Tales desatinos entrarán en conflicto con un seguido de ideas y teorías políticas sobre la cinematografía que provocarán innombrables quebraderos de cabeza en un joven que tan solo intenta comprender si hay o no alguien detrás de la cámara, siendo acompañado por la novia de esa persona de la que se desconoce el estado de su existencia, viéndose mareados por la atracción y el rechazo de sus propios pensamientos, condenándose a abandonar cualquier posibilidad de unirse en sociedad y luchar por una ideología cambiante y movediza.


Será interesante las citas de la lucha estudiantil hacia el papel que juegan las filmotecas (el cine no comercial como herramienta de difusión de ideas izquierdistas) y, sobre todo, la unión gestada entre los directores del momento de la nueva ola japonesa, siendo nombrados magníficos cineastas como Shohei Inamura o el propio Nagisa Oshima (quien no duda en colocarse el primero de esta lista de artistas y cuya megalomanía no sorprenderá a quien haya visto su documental Cien años de cine japonés (1995) en el que llega a destacar cuatro películas suyas mientras nombra muy de pasada a  Kurosawa u Ozu entre otros). Pero sin duda, la escena más poderosa del filme será aquella en la que el erotismo naciente en el cine japonés nos entregue una imagen de lo más evocadora en el momento en el que la protagonista se desnudará frente a la proyección de las imágenes, usando su propio cuerpo como fondo y tocando sus zonas erógenas regalándonos la que quizás sea la primera relación sexual entre una persona y el mismísimo Cine.




Luis Suñer