Director: Jonás Trueba
Guión: Jonás Trueba
Nacionalidad: España
Sinopsis: Tres amigos deciden emprender un viaje en furgoneta desde Madrid hasta París, sin motivo aparente, tan sólo buscando el encuentro de amores idílicos y a la vez efímeros, con la única misión de sorprenderse a sí mismos y seguir sintiéndose vivos.
Unn
pensamiento hace tiempo que me ronda por la mente y sin embargo todavía no
lo he exteriorizado por temor a represalias. Hablar de Yasujiro Ozu son
palabras mayores, sin embargo, la libertad y la coherencia en la asociación de
ideas nos permite atarlo a otros nombres que a priori pueden producir cierta
sorpresa en el lector. Y es que Ozu siempre se ha caracterizado por hacer
hincapié en los valores familiares dentro de un relevo generacional marcado por
la abertura a Occidente, y sin embargo, lo que acaba por plasmar, es el paso
naturalizado de la propia existencia, de la vida. Y algo así es lo que creo que
hace surcoreano Hong Sang-soo, al que me gusta llamarlo el Ozu borracho. ¡Pero
si Ozu es calmado, casi nunca mueve la cámara y se vale del montaje! El coreano
por su parte utiliza el plano secuencia como continuación del devenir de la
vida, usando el zoom para advertir un
énfasis sin romper la ilusión de verosimilitud que sí podría hacer el montaje.
No obstante, los dos acaban por hablar de lo mismo, por fijar su punto de vista
en la cotidianidad vital de unos personajes que se enfrentan a sus propios
problemas cotidianos. Pero en el caso de Sang-soo, todo ello está marcado por
la woodyalleniana comicidad de la
vida, resultando todo mucho más liviano, estúpido, divertido. Se pierde en la
momentaneidad de los tiempos en los que vivimos, abandonándose en la eterna
juventud, vaciando las preocupaciones más capitales como hacen sus
protagonistas con las botellas de soju.
El alcohol siempre presente en las reuniones sociales en el cine de Ozu (arriba) y Hong Sang-soo (abajo).
Con esta
película de Jonás Trueba me pasa algo muy parecido. El carácter colorista de los verdes y los
azules, la importancia del mar, y en definitiva, la eterna fusión del
comportamiento humano de los protagonistas con el entorno natural que les
envuelve, bebe indiscutiblemente del cine del francés Eric Rohmer. No es una
influencia desconocida, las conversaciones imaginarias vividas en su ópera
prima Todas las canciones hablan de mí (2010)
ya nos remitían a películas como El amor
después del mediodía (1972). Pero el hijo del ganador de un Oscar Fernando
Trueba no se queda aquí. No estamos ante un continuista, sino ante alguien con
un bagaje cultural del cual no puede deshacerse, aunque tampoco limitarse a la
mera imitación. Jonás juega a Rohmer, pero restándole seriedad y metraje. Lo
que en el francés se desarrolla durante una hora y media o dos mediante
meditadísimos diálogos, el madrileño lo reduce a tres historias que abandonan
los componentes más filosóficos para sumergirse en la trascendencia que reside
en la naturalidad de lo simple. Se vale de un humor absurdo que violenta las
situaciones y que acerca a sus personajes a un escenario mucho más terrenal que
por momentos rememora al logro de verosimilitud que consigue Richard Linklater
en Antes del atardecer (2004), pudiendo
incluso incidir en la escena de la cena que puede evocar a su secuela Antes del anochecer (2013).
De arriba a abajo, fotogramas de obras de Jonás Trueba, Éric Rohmer y Richard Linklater.
Y entre tanto
Rohmer, no borracho, pero si más liviano y llevadero, con sus ramalazos indies siempre ligados a la música de
Tulsa, Los exiliados románticos se
caracteriza por abarcar el nacimiento, el final, el estancamiento o el resurgir
de las relaciones amorosas, acompañándose siempre de guiños burlones inherentes
al carácter español y humano, regalándonos escenas como el plano secuencia
rodado en París, mutando lo que en un principio es una comedia para finalizar
en un alegato muy poderoso sobre los sentimientos más profundos y la
desigualdad a la hora de corresponderlos. Volviendo a Todas las canciones hablan de mí, ya vivimos esa sensación en aquel
doloroso plano de la novela de Milan Kundera La ignorancia. Y ahora, cinco años después, nuestros personajes se
conocen como ridículos, pero no pierden la esperanza en si mismos, ni la
ilusión. La vida, al igual que la escena parisina mentada, es una continua
mutación, una tragicomedia constante, y entre salto evolutivo y paso atrás,
viene bien darse un baño colectivo y limpiarse todas las impurezas que impiden
seguir adelante.
Luis Suñer