Dirección: Hirokazu Koreeda
Guión: Hirokazu Koreeda
Nacionalidad: Japón
Nacionalidad: Japón
Reparto: Yûya Yagira, Ayu Kitaura, Hiei Kimura, Momoko Shimizu, Hanae Kan, Susumu Terajima
Sinopsis: Cuatro niños, hijos de distinto padre, viven felices con su madre en un
pisito de Tokio, aunque nunca han ido al colegio. Un buen día, la madre
desaparece dejando algo de dinero y una nota en la que encarga al hijo
mayor que se ocupe de sus hermanos. Condenados a una dura vida que nadie
conoce, se verán obligados a organizar su pequeño mundo según unas
reglas que les permitan sobrevivir. Sin embargo, el contacto con el
mundo exterior, hace que se derrumbe el frágil equilibrio que habían
alcanzado. (FILMAFFINITY)
El director
Hirokazu Koreeda, a golpe de proyecciones y premios en diferentes de los más
prestigiosos festivales, a conseguido salir de las fronteras niponas para
convertirse en uno de los cineastas japoneses del momento, un referente cuyo
cine no deja de encandilar y arrasar allá por donde va. El film que tratamos en
esta entrada no tan solo fue nominado a la palma de oro en Cannes 2004, junto a
otros films asiáticos notorios como la futurista y barroca 2046 del hongkonés Wong Kar Wai o la aclamadísima Old Boy del coreano Park Chan-wook, sino
que se hizo con el premio al mejor actor para el preadolescente Yûya Yagira,
cuya entrega deja estupefacto a un espectador atónito ante un recital de tal
categoría ofrecido por un niño de esa edad.
Si bien las
últimas películas del director japonés, tales como Kiseki (2011) o De tal padre
tal hijo (2013), pudieron ser tildadas de contar con cierta manipulación
emocional recurrente por los estereotipos y la música, en este caso, la
sensibilidad de Nadie sabe surge de
la falta de musicalidad, del más acertado uso de los silencios ayudados de un
seguido de poderosísimas imágenes melancólicas,
ayudadas por una fotografía azulada y grisácea que recrea una ciudad de
Tokio la cual se mueve por una cotidianidad tan fría como distante, dejando en
evidencia la soledad y el desamparo en el que se encuentra el joven Akira.
La película
destila auténtica verosimilitud, contando con una excelente dirección la cual
organiza un desarrollo narrativo que prima la lentitud del ritmo y la
dilatación de las escenas, demostrando salir bien parado de un ejercicio en el
cual su meta es escoger a la perfección el momento justo en el que iniciar y
cortar la toma. La fotografía juega siempre a favor de la belleza y la poesía visual.
También se ayuda de algunos temas musicales, que si bien antes elogiábamos los
silencios en los momentos más dramáticos, juega a la perfección a la hora de
elaborar entrañables escenas en el que observamos el desarrollo fraternal de
los protagonistas. No obstante, Koreeda no podrá evitar llevar a cabo un uso melodrámático y triste de
la música en el final del film, no resultando para nada forzado sino más bien
como un acompañamiento ideal a la melancolía y a la resignación de lo que
observamos en imagen.
Luis Suñer
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