viernes, 11 de julio de 2014

Dare mo shiranai (2004) Nadie sabe

Dirección:  Hirokazu Koreeda
Guión: Hirokazu Koreeda

Nacionalidad: Japón

Reparto:  Yûya Yagira, Ayu Kitaura, Hiei Kimura, Momoko Shimizu, Hanae Kan, Susumu Terajima
Sinopsis:  Cuatro niños, hijos de distinto padre, viven felices con su madre en un pisito de Tokio, aunque nunca han ido al colegio. Un buen día, la madre desaparece dejando algo de dinero y una nota en la que encarga al hijo mayor que se ocupe de sus hermanos. Condenados a una dura vida que nadie conoce, se verán obligados a organizar su pequeño mundo según unas reglas que les permitan sobrevivir. Sin embargo, el contacto con el mundo exterior, hace que se derrumbe el frágil equilibrio que habían alcanzado. (FILMAFFINITY)

El director Hirokazu Koreeda, a golpe de proyecciones y premios en diferentes de los más prestigiosos festivales, a conseguido salir de las fronteras niponas para convertirse en uno de los cineastas japoneses del momento, un referente cuyo cine no deja de encandilar y arrasar allá por donde va. El film que tratamos en esta entrada no tan solo fue nominado a la palma de oro en Cannes 2004, junto a otros films asiáticos notorios como la futurista y barroca 2046 del hongkonés Wong Kar Wai o la aclamadísima Old Boy del coreano Park Chan-wook, sino que se hizo con el premio al mejor actor para el preadolescente Yûya Yagira, cuya entrega deja estupefacto a un espectador atónito ante un recital de tal categoría ofrecido por un niño de esa edad.

Si bien las últimas películas del director japonés, tales como Kiseki (2011) o De tal padre tal hijo (2013), pudieron ser tildadas de contar con cierta manipulación emocional recurrente por los estereotipos y la música, en este caso, la sensibilidad de Nadie sabe surge de la falta de musicalidad, del más acertado uso de los silencios ayudados de un seguido de poderosísimas imágenes melancólicas,  ayudadas por una fotografía azulada y grisácea que recrea una ciudad de Tokio la cual se mueve por una cotidianidad tan fría como distante, dejando en evidencia la soledad y el desamparo en el que se encuentra el joven Akira.



La película destila auténtica verosimilitud, contando con una excelente dirección la cual organiza un desarrollo narrativo que prima la lentitud del ritmo y la dilatación de las escenas, demostrando salir bien parado de un ejercicio en el cual su meta es escoger a la perfección el momento justo en el que iniciar y cortar la toma. La fotografía juega siempre a favor de la belleza y la poesía visual. También se ayuda de algunos temas musicales, que si bien antes elogiábamos los silencios en los momentos más dramáticos, juega a la perfección a la hora de elaborar entrañables escenas en el que observamos el desarrollo fraternal de los protagonistas. No obstante, Koreeda no podrá evitar  llevar a cabo un uso melodrámático y triste de la música en el final del film, no resultando para nada forzado sino más bien como un acompañamiento ideal a la melancolía y a la resignación de lo que observamos en imagen.



Luis Suñer



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